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           Así empieza la vida: una madre, un padre y un hijo. 
           Nueve meses, una ilusión, una esperanza, una realidad, una nueva vida que hay que alimentar, amar intensa y firmemente, pero sin asfixiar; proteger, pero no demasiado; educar en el amor, en la responsabilidad, en la fortaleza, en la renuncia, en el "no" y en el "sí". Y a pesar de todo, fallar y rectificar. 
             Dormir poco, sentir cansancio, vivir con el hijo sus primeros pasos, sus primeras veces, sus primeros desengaños, sus primeros fracasos, sus primeras victorias, sus primeros éxitos... Y estar ahí, como rocas, sujetando una estructura viva, una persona que nos necesita cuando está creciendo y que luego nos prefiere tener más lejos pero a la que le gusta saber que siempre estaremos ahí cuando nos necesite.
             Y seguir durmiendo poco, preocuparse,  añorarlo, abrazarlo, felicitarlo, disfrutar...
FELICES DÍAS DE LOS PADRES PARA TODA LA VIDA.
         

 
                Hablar de Torrevieja sin hacer referencia a sus salinas es imposible. Torrevieja nació gracias a las salinas.
                Ni la enorme cantidad de urbanizaciones, de la que nuestra costa está repleta, ni todos los visitantes del mundo que recibe han conseguido tapar la importancia de las lagunas de Torrevieja y de La Mata, ambas pertenecientes al “Paraje Natural Protegido de Las lagunas de Torrevieja y La Mata”.
                Cuando  procedente de Alicante y viajando hacia el sur por la costa, camino de Cartagena, entras en la carretera de circunvalación de Torrevieja, muy cerca de nuestro colegio y casi a su altura, contemplas a tu derecha el espectáculo de una laguna (la llamada Laguna Grande) en cuya orilla se alzan impresionantes “montañas” blancas como la nieve...de sal.
                Si luego sabes que la obtención de sal en este paraje se produce desde los tiempos del rey castellano Alfonso X  El Sabio, allá por el siglo XIII, te das cuenta que contemplas, quizás, la historia de la primera industria extractiva de España.
                
                                         



                             

Fin de curso

Hoy 22 de Junio de 2012 ha terminado un nuevo curso.
Uno de los treinta y cinco cursos que llevo terminados; pero no uno más porque eso sería como decir uno cualquiera, y ninguno de los cursos que termino es uno cualquiera, ha sido uno especial porque todos, absolutamente todos los cursos son especiales.
¿Por qué lo son? Porque los cursos escolares no son impersonales y carentes de esencia, porque los hacen los grupos que son muy personales y tienen su esencia: la personalidad y la esencia de cada uno de los alumnos y de cada una de las alumnas con las que he compartido ese tiempo.
Los protagonistas de un curso escolar son los alumnos y las alumnas, los profesores y profesoras que intentamos formarlos física, mental, culturalmente y además como personas íntegras, responsables, sinceras y valientes, sobre todo valientes para enfrentarse a las dificultades y superarlas con su esfuerzo; que sepan lo mucho que valen y el poder que tienen en sus mentes para conseguir lo que se propongan, con esfuerzo que nada es gratis; como personas que sepan ponerse límites a si mismas porque la libertad de una persona termina donde empieza la de los demás. Sus profesores y profesoras se lo hemos tratado de enseñar. También lo han hecho sus padres y madres y lo tendrán que seguir haciendo hasta que la formación se complete. Son los principales formadores, los más permanentes, porque los profesores estamos y desaparecemos de sus vidas pero los padres siempre tendrán a sus hijos al lado hasta que llegue el momento en que, ya maduros, salgan a la aventura de unos estudios superiores, o un trabajo.
Este año he despedido a un nuevo grupo que se incorporará a la siguiente etapa de su educación, la Secundaria. Hemos tenido un simpático y emotivo acto de fin de curso compartido con sus padres y madres, algún abuelo y abuela y con los de sus compañeros y compañeras del curso paralelo, con profesoras y profesores del ciclo y con hermanos y hermanas mayores que han venido a verlos y que también, en su momento, tuvieron su propia despedida.
Tengo una sensación contradictoria, me siento orgullosa de ellos y del esfuerzo que han hecho, de lo que les he enseñado y de que lo hayan aprendido, de su esfuerzo y de sus magníficos resultados, de la convivencia con mis chicos y mis chicas durante dos cursos. Por otro lado he tenido que hacer un esfuerzo para aguantar mis emociones; a muchos profesores nos pasa: después de todo el esfuerzo, de todo lo que hemos descubierto juntos y de lo que han aprendido, del cariño que les hemos tomado...Ha llegado el final y me tengo que despedir para volver a empezar en septiembre con un nuevo grupo: las normas, las votaciones, las guías de trabajo, los esquemas, el estudio, el esfuerzo, la lucha diaria, las notas...
Cuando les decía que nada se consigue sin esfuerzo, que se quieran mucho que es lo principal porque quien se quiere a si mismo se cuida y cuida su trabajo porque lo representa a él, porque también sabe apreciar y respetar a los demás. Cuando les decía que el mejor premio a su esfuerzo es la satisfacción de poderse sentir orgullosos de si mismos, lo que les transmitía es mi propia filosofía de la vida y de mi trabajo.
Esa misma filosofía me hace mirar hacia delante y pensar en las personas con las que voy a compartir dos cursos más.
A mis alumnos y alumnas de los cursos 2010 - 2012 con los que tanto he disfrutado y tantas alegrías he compartido como también alguna que otra situación menos alegre pero que me han ayudado, mucho más de lo que ellas y ellos piensan, a superarla:
Me siento muy orgullosa de todos y de todas; con su trabajo, con su
esfuerzo y con su ilusión han conseguido su mejor premio y espero que no olviden nunca esa sensación.

Sed fuertes y no abandonéis porque os abandonáis a vosotros mismos.

Mª José González Vicedo
   
MURPHY
(Una historia real como la vida misma)
 
Cuando aquel domingo, uno del verano de hace nueve años,  me puse mis zapatillas de caminar, no podía imaginar que alguien muy importante iba a entrar en mi vida de forma tan tenaz.
Junto con Ricardo, mi marido, y unos amigos con los que nos juntábamos los domingos para hacer unos cuantos kilómetros,  emprendimos la marcha por el camino del canal del Trasvase (del Tajo- Segura), partiendo de La Solana en dirección al pueblo de EL Pilar de la Horadada. El día había amanecido con esa luz tan brillante y mediterránea que hace presagiar, a pesar del frescor de las horas tempranas de la mañana, una jornada calurosa. Pero eso no nos iba a impedir hacer lo que habíamos proyectado pues íbamos preparados para conseguirlo: gorras y agua.
Además, al final del recorrido, nos esperaba una recompensa cuando llegásemos a casa de Álvaro, uno de los compañeros de caminata, nos iba a hacer UNA PAELLA;  tengo que decir que le sale muy buena .
Pero no quiero adelantar acontecimientos porque lo más importante de la marcha de aquel domingo aún no se había producido.
Recién iniciado nuestro camino, todavía en La Solana,  y al final de una cuesta donde estaban unos albañiles trabajando, vimos un perro acompañándolos (eso creímos nosotros) sin embargo el animal echó a andar a nuestro lado. Todos le hacíamos que se volviera hasta que aquellos trabajadores nos dijeron que el perro no era suyo sino que había aparecido por allí y no sabían de dónde procedía, que pensaban que se había escapado de alguna casa porque llevaba un cordel verde atado al cuello y cortado como si el propio animal lo hubiese mordido.
                Seguimos, pues, nuestro camino pero ya fuimos uno más porque el perro nos acompañaba a nuestro paso a pesar de sus patitas excesivamente cortas para su cuerpo alargado y de una cabeza grande y fuerte con unas orejas largas y redondeadas al final. Sus patitas parecían multiplicarse rápidamente para ir a nuestro lado; su boca ligeramente entreabierta y jadeante dejaba salir una lengua larga. “En cualquier momento se volverá, encontrará su casa…” Fuimos entre las casas de la urbanización a ver si el perro se orientaba pero él seguía adelante, se paraba cuando nos parábamos… decididamente no era su intención volver al sitio de donde se había escapado.
Cuando por fin tomamos el camino del canal, el animalito se acercaba a la orilla jadeante, haciendo intención de poner sus patitas delanteras en la pared inclinada y bajar hacia el agua. El calor empezaba a notarse. Lo intentaba y se volvía. Su  instinto le avisaba de que si llegaba hasta el agua nunca más podría volver a subir y ese sería su final… pero la sed superaba a su instinto. Noté su desesperación y pensé que estaba dispuesto a lanzarse para beber. Buscamos un recipiente de los que la gente tira por cualquier sitio, estábamos cerca de un campo de golf, era una zona de paso y seguro que algo habría… “Esto valdrá”.  Álvaro venía con una bolsa de plástico que una vez rota sirvió de recipiente para echar agua de una cantimplora. El perro olvidó el canal y se lanzó a beber con ansia. Cuando terminó se nos quedó mirando como diciéndonos “Gracias por salvarme la vida pero… ¿Podemos seguir?”. Echaba a andar hacia delante  y cuando pensábamos que lo único que quería era agua y que se iba a buscar a sus amos, se paró y volvió la cabeza para mirarnos:  “¿Qué hacéis ahí parados? ¿Es que no pensáis seguir?”, parecía decirnos moviendo rápidamente su rabo.  Así que continuamos nuestro camino, por supuesto, con el perro abriendo la marcha pero sin perdernos de vista. Decididamente nos había adoptado pero aún no sabíamos hasta qué punto.
Terminamos nuestro recorrido donde ya he dicho: en casa de Álvaro.
Mientras preparábamos la mesa, los aperitivos, la paella; el perro andaba entre nosotros como si hubiera estado allí toda su vida. Para que no estorbara o nos hiciera caer lo atamos con otro cordel  a un árbol, le pusimos agua y un poco de comida que devoró en un segundo.
Durante los preparativos todos íbamos exponiendo nuestra teoría sobre la procedencia del perro: que si podía ser que lo hubieran abandonado; que a lo mejor era de alguna familia extranjera que había acabado sus vacaciones y se iban ese día en avión, el perro se les había escapado, no lo habían encontrado y, claro, el avión no espera; que si parecía estar acostumbrado a los niños porque hacía buenas migas con el hijo pequeño de Álvaro… ¡Qué disgusto tendría el niño o los niños!... En ese momento el  motivo de nuestras elucubraciones apareció al lado de la cocina donde se hacía el arroz ¡Había vuelto a hacerlo!  Había cortado, mordiéndola, la cuerda con la que lo atamos. Decididamente una cosa era evidente: era un perro al que le gustaba ser libre.
Comió su ración de paella como todos sin apartarse del grupo.
Cuando llegó la tarde y se hizo hora de irse a todos nos había hecho gracia el animal pero al pequeño de Álvaro y a mí nos había conquistado aunque yo aún no sabía cuánto. Ese perro tenía una mirada profunda, intensa y tenía expresión en su rostro, una expresión entre simpática y golfa, inocente pero a la vez culpable.  Sus ojos parecían hablar: “¿He sido yo? No me lo puedo creer”.
Aún hicimos un descubrimiento más que nos sugirió una nueva teoría, esta vez no tan agradable. Cuando estábamos barriendo para dejar todo en perfecto estado el perro ladraba con desesperación al cepillo y si lo acercabas a él se retiraba pero sin dejar de ladrarle y a la defensiva. Estaba claro, había sufrido malos tratos en algún momento o al menos le habían dado algún que otro escobazo si se había metido en jardines ajenos durante su abandono.
Llegó la hora de irse y el dilema: ¿Qué hacemos con el perro?  No lo conocemos, puede ser de alguien. Si lo han maltratado no sabemos cómo puede reaccionar;  y si, a pesar de todo, sus dueños lo buscan y son buena gente … Decidimos sacarlo de la casa con nosotros y dejarlo fuera para que buscara su camino.
Una vez más el perro demostró que tenía ideas propias y que había tomado su decisión: No estaba dispuesto a que nos marcháramos sin él. Éramos su familia, bueno, como diría César Millán “El encantador de perros”, éramos su manada y no éramos pocos porque a ella se añadieron mis dos hijos: Almudena y Ricardo José, a los que también cautivó; Nieves, la mujer de Álvaro que, con las ideas muy claras también, decía que de ninguna manera se llevaba el perro a su casa a pesar de los ruegos del pequeño Álvaro y de la “pequeña complicidad” de su padre que estoy segura de que se lo hubiera llevado; y Lourdes, la hija mayor de Álvaro. Yo tampoco “podía” hacerlo porque mi marido no era partidario de ello y el “sentido común”, al que no siempre le hago caso porque a veces es demasiado previsible y aburrido, me decía que no podía ser. Tenía una perrita, “Luna”, que ya no está con nosotros porque era muy viejecita, estaba ciega y el año pasado se ahogó en verano cuando se nos cayó a la piscina y no estábamos en casa; en un descuido nos dejamos la puerta de acceso abierta al irnos y… Pero esto es otra historia. A lo mejor, algún día… Teníamos a Hugo, un gato mitad montés, mitad siamés que se peleaba con todos los gatos de los alrededores y más allá, luego volvía con las heridas de guerra y había que curarlo; un gran macho que también nos dejó a finales del año pasado por una enfermedad y por vejez. No estaba segura de que el gato y el perro se llevaran bien.
Abrimos la puerta del coche para subir. ¿Quién subió primero? Pues sí, lo habéis adivinado: el perro. Además tenía su sitio favorito y estaba claro que tenía costumbre de ir allí, a los pies del copiloto; se instaló y no hubo manera de sacarlo. Decidimos que mi hijo se lo llevase en el coche, lo alejase de la casa y lo dejase en una de las calles de “La Solana”. Cuando volvió Ricardo José, el perro volvió con él. No había podido resistirse a su tenacidad. Le había hecho salir pero al abrir la puerta del coche y subirse de nuevo, el perro también. Ya no tuvo valor para volver a sacarlo: el animal le miró con esa cara de pena que sabe poner cuando quiere que le perdonemos algo y … ganó.
En un último intento lo engañamos con una golosina y, aprovechando su distracción, nos subimos todos a los coches cerrando rápidamente las puertas. Esta vez lo habíamos conseguido pero cuando arrancamos y yo vi al perrillo corriendo detrás de nosotros era como si en mi interior le oyera sentir que ya lo habíamos hecho nosotros también, le habíamos abandonado después de haberle dado esperanzas en forma de agua, comida y compañía. Me sentí muy mal pero de nuevo el “sentido común” me ayudó a aguantarme las ganas de decirle a mi marido: ¡Para!
Todos nos sentimos mal, aunque unos más que otros. Esa noche me acordaba de él. ¿Y si vuelve al canal? ¿Y si le vuelven a hacer daño? ¿Y si…?
Al día siguiente por la mañana nos volvimos a juntar con Álvaro padre y con Álvaro hijo. Os imaginaréis el tema de conversación: que qué habrá sido de él, que por qué lo habrían abandonado, que  dónde habría ido después de no poder seguir corriendo detrás de nosotros…
Era hora de irse a comer. Cada cual a su casa y él en nuestro pensamiento.
Con el tiempo… ¿se nos pasaría?
No habíamos hecho nada más que entrar en casa. Sonó mi móvil.
Álvaro: - ¿Y si ha vuelto a la casa?.
-          Puede ser, al fin y al cabo ahí se le trató bien.  Yo ya estaba segura de que estaba allí, en La Solana, en la casa de  Álvaro.
-          Vamos a volver mi hijo y yo. Si está allí ¿qué hacemos? Álvaro ya sabía mi respuesta.
-          Tráetelo. Dónde comen dos comen tres. Ya nos apañaremos con el gato porque con Luna no va a haber problema. No pude contestar otra cosa. Creo que mi marido lo entendió porque no puso más objeciones.  
Alguien que me quería y que me había dejado muy triste con su partida, una amiga muy querida para mí también, casi una hermana, me enviaba una señal; un consuelo que se cruzaba en mi camino para ayudarme a aceptar que nunca más iba a poder tener a mi amiga en la clase de al lado, pared con pared con la mía. A mi amiga con la que me juntaba, cuando terminaban las clases para hablar de todo, de los hijos, de los niños, del que no trabajaba, de aquella niña que andaba mal y la madre no aceptaba lo que le decía, de la compañera nueva que venía de Valencia y dejaba a su hija pequeña toda la semana con su madre  ¡pobrecita!, de que no se encontraba bien, de que tenía que pedir la baja, de los médicos, de las pruebas…
 
De nuevo el teléfono.  Álvaro:
-          ¡No te lo vas a creer!
-          ¡Está ahí! Estaba segura de que había vuelto. Tenía que ser así. Ella me quería mucho.
-          Es que no es eso solo. Me ha dicho el vecino de enfrente que el perro  volvió ayer tarde, se tumbó delante de la verja de la casa y ha estado aquí toda la noche. Pero aún hay más, pensando que el perro era nuestro y que volveríamos a por él, ha tratado de  llevarle comida y no le ha consentido que se acercase a la puerta de la casa. La está cuidando.
-          ¡Tráetelo, Álvaro! ¡Tráetelo!
 
Murphy, un Teckel de pelo duro, de pelo gris y chocolate, de ojos redondos y marrones con un gran brillo y expresividad. Una expresión mezcla de pillo y de payaso; una cara de “no haber roto nunca un plato” cuando coge de un salto una toalla o unos pantalones tendidos y le pillas acostado encima o comiéndoselos. Tan cabezón, en sentido físico y por carácter, que no hemos conseguido que no entre en casa cada vez que ve la puerta abierta y piensa que no miramos. Èl se cuela, entra despacito, como de puntillas, con la cabeza agachada y la mirada hacia arriba por si tiene que salir corriendo. Listo, muy listo, cariñoso, inquieto, obediente … pero cuando miras. Con ideas propias y muy tragón.
Murphy  que se peleó una vez y solo una, con el gato Hugo y terminó con un agujerillo en una oreja, que aprendió de Luna a vivir con nosotros y que, a veces le daba cabezazos cuando la quería echar de su almohada y tumbarse él, lo cual conseguía hasta que uno de nosotros lo quitaba y lo ponía en otra pero, claro a él le daba igual porque tiene criterio propio, ya lo he dicho, y cuando decide que le gusta esa almohada y no otra pues… la consigue, pero cuando no lo vemos.
Murphy que se llama así porque se lo puso mi hijo mayor, Ricardo José, por el libro “Las leyes de Murphy”, porque si él decide que entra en un sitio, entra; si decide que va a meterse por el hueco entre dos barrotes de una reja aunque no le quepa bien la cabeza, se mete; porque si le gusta el felpudo de goma que han puesto los abuelos en la puerta de su casa, que se comunica con la nuestra por el jardín, se lo lleva y se lo pone al sol para acostarse encima y estar cómodo y si el abuelo le riñe y se lo quita da igual porque lo vuelve a coger pero esta vez lo pone más lejos de la vista ; porque si decide que la ardilla que se pasea por los cables del teléfono que pasan por encima del jardín y que parece que se burla de él, le incomoda porque invade su propiedad le estará ladrando todo el día si es menester y mientras la ardilla se le pasee por delante del morro pero, eso sí, sin ponerse afónico; porque si no le dejas pasar al jardín de los abuelos cerrando la puerta de comunicación y él ha decidido que quiere estar presente cuando hay barbacoa porque “algo cae”, estará; metiéndose entre los cipreses y trepando por la valla metálica que hay detrás con riesgo de romperse la espalda o de quedarse enganchado de alguna pata pero…entrará. Porque si el abuelo está haciendo alguna “chapucilla” él le va a “ayudar”, quiera o no, y le quitará una paleta, o una bayeta, o un guante, o una brocha y se la llevará a su sitio para intentar comérsela, también le ayudará con los ladrillos partiéndolos … con los dientes Porque aunque siempre esté con el abuelo cuando baja a regar o a barrer su jardín, invariablemente le ladrará si entra al nuestro . El abuelo no lo entiende pero es que Murphy…tiene criterio propio y no le podemos hacer entender que también es de la familia cuando entra en nuestro jardín.
Murphy, tenaz, insistente, experto ladrón de calcetines y otras prendas, auyentó a unos ladrones que entraron una noche en casa de los abuelos cuando ellos no estaban pero no se llevaron nada y ¿por qué? Porque estoy segura de que, como no podía hacer otra cosa, hizo lo que le hace al abuelo cuando entra en nuestra casa: ladrar, ladrar y ladrar y tanto debió de ladrar que le dieron con un almohadón de los sillones del comedor , pero como es tenaz y tiene criterio propio decidiría que eso no le iba a arredrar y ladraría tanto que, el ladrón o los ladrones, se irían sin nada por miedo a que nos despertáramos todos los vecinos y los pilláramos con las manos en la masa. Nadie lo oímos pero yo me lo imaginé porque cuando entré en la casa vi el almohadón en el suelo y un charquito de orín al lado (se orina cuando está nervioso ¡Es su pequeño secreto! Porque cuando lo hace él se mira sorprendido como si no supiese qué pasa). Pero luego me supo llevar al lugar por dónde habían entrado y lo sé porque había una huella de una zapatilla en la pared de la valla.
Murphy, perro peculiar que comparte con nosotros manzanas, naranjas, cerezas, acelgas, espinacas, uvas, lo que le demos y lo que no, como las bayas de los cipreses, las coge él mismo… a saltos. Que espera , todas las tardes, apostado en la puerta de la casa de los abuelos a que abra la abuela y le dé una, dos o tres salchichas; que le toca a la puerta si considera que tarda y piensa que se le ha olvidado. Es que la abuela desde que se enteró lo que había hecho con los ladrones y lo bien que le había cuidado la casa se lo agradece todos los días, como ya he dicho, y le habla como si fuera un niño pequeño al que hay que enseñarle lo que está bien y lo que no… pero la escucha o al menos la mira y ella dice que la entiende porque le hace caso.
Murphy que estará con nosotros hasta que la vida se le acabe y todos lo cuidaremos mientras tanto porque,  aunque ya está un poco viejo es:
Nuestro Murphy.
Mª José González.
Septiembre de 2012
 
 
 
 

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